Retrospectiva de 2023 | Miguel Frikiseta

Los juegos de este año me han enseñado lo mucho que disfruto de esas experiencias tan inmersivas y catárticas, y también me han demostrado que no pasa nada por solo jugar.

 

Este año está siendo catalogado por muchos como «el mejor año de la historia de los videojuegos», tanto por volumen de lanzamientos, la calidad de estos, el impacto de otros, etc. Personalmente, no sé si este ha sido o no el mejor año de la industria. Y no lo sé por una sencilla razón: no los he vivido todos. Por eso hoy no vengo a esclarecer cuál es el mejor año de la historia, y menos si es o no este. Vengo, simplemente, a hablaros de mi año, sin asignarle etiquetas ni puntuaciones. Os aviso de que se trata de un texto personal y del que no pretendo sacar grandes conclusiones. Lejos de querer reflexionar sobre el estado de la industria o de los lanzamientos en general, prefiero ver este texto como una oportunidad, de nuevo, para expresar el amor que sentimos por los jueguicos reflejado no en meras palabras u opiniones, sino en lo que de verdad importa: los propios videojuegos. Dicho esto, arrancamos.

 

Mi primer tercio de año estuvo fuertemente marcado por el RPG. Aunque es un poco trampa porque no es un juego de este año, el título al que más horas dediqué durante este periodo fue a Persona 5 Royal. El JRPG definitivo de Atlus, una lección absolutamente magistral de diseño de combate y de narrativa, un juego apabullante tanto visualmente como musicalmente, con una escala y una ambición casi inabarcables. Persona 5 Royal es uno de esos juegos de los que es difícil hablar por lo increíblemente buenos que son. Obras a las que sabes que no puedes hacer justicia con solo palabras. Persona 5 Royal hay que sentirlo, hay que ponerse en los zapatos de Joker, hay que hacerse amigo – o algo más – de todos esos personajes que se sienten absolutamente vivos, hay que pasear por Tokio, hay que ir a clase, hay que vivir. Tras casi cien horas de partida recuerdo lo mucho que me costó abandonar Persona 5 Royal, ese dolor, casi físico, de no querer dejar atrás una obra tan, tan redonda. Es muy difícil empezar el año mejor.

 

Pero decía que todo el primer tercio del año estaba marcado por el RPG, y no todo el mérito se lo puede llevar un único juego. La otra gran obra del rol japonés que pude experimentar este año fue Octopath Traveller 2, la secuela de aquel RPG de 2018 que se caracterizaba por un apartado visual hermosísimo con ese «2,5D». Me da pena que a esta secuela no se le haya dado el reconocimiento que debería. Pienso, sinceramente, que estamos ante uno de los mejores juegos del año, y por bastante. Un RPG que perfecciona un sistema de combate que ya era brillante en el original, pero expandiéndolo y dando muchas más opciones al jugador. Un RPG que mejora el principal problema que tuvo su predecesor: tener una historia mediocre, con un relato que trata de unificar y dar mucha más coherencia a todas las historias como conjunto, y mejorando también los propios arcos de los personajes por separado. Es un juego que es fácil de tildar de «memorable», en tanto a que hace sentir que de veras has hecho un viaje, has recorrido un mundo. Una obra súper redonda que lamento que haya pasado sin pena ni gloria.

 

El último juego al que eché el guante antes de que llegase lo más potente del año fue a Metroid Prime Remastered, la versión actualizada y con un lavado de cara del juego de Gamecube. Es vox populi que la saga prime era buena, excelente, incluso. Pero no fue hasta que yo caté este juego por mi cuenta cuando descubrí susodicha excelencia. Metroid Prime es un juego que destaca por un diseño absolutamente brillante, a unas cotas que rozan el ridículo. Jamás he jugado un metroidvania mejor diseñado que este, que sea más inteligente, más certero. No, no es mi juego favorito de este género, ese honor sigue perteneciéndole a Hollow Knight, pero, aun así, en un mundo «post-hollow», ha sido una sorpresa gigante ver que un juego del mismo género puede sorprenderme todavía más y demostrarme un diseño                                                                                                            incluso mejor. Hasta ahora no entendía el Metacritic de este juego, pero ahora poco me parece.

 

Y así llegamos al momento del año, el doce de mayo y la salida de The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom. O quizá debería decir tres de junio, pues fue ese día cuando me aventuré por primera vez en Hyrule (dichosos exámenes). De Tears of the Kingdom ya he hablado muchísimo, aunque siento que nunca lo suficiente. Da igual lo que diga, da igual cuánto tiempo me pase escribiendo y tratando de analizar lo que hace grande a esta obra, siempre siento que me quedo corto. No solo es este, de lejos, mi juego favorito del año, sino que se ha convertido, con suma facilidad, en uno de mis favoritos de siempre, así en general. Recuerdo perfectamente el día que terminé el juego. Un tres de septiembre – sí, tres meses exactos después de empezar – gris y feo. O quizá hacía sol, pero para mí fue un día igualmente triste. Recuerdo estremecerme cuando escuché la canción de la última caída, ese momento en el que Link trata con todas sus fuerzas de agarrar a Zelda en una caída que parece infinita, lenta, pero que a la vez tiene un fin inexorable. No pude evitar sentirlo como una metáfora de mí mismo, de esos tres meses que estuve buscando a la princesa de Hyrule, tratando por todos los medios de atraparla, pero queriendo alargar el momento de la caída lo máximo posible. Días, e incluso semanas después de terminarme el juego, recuerdo que no era capaz de ver vídeos del mismo, que no podía ponerme música o que prefería no saber nada de él en redes sociales. La experiencia que había vivido era tan real y tan absolutamente soberbia que solo recordarla me hacía sentir mal, me transmitía un sentimiento de nostalgia tan potente que todo a mi alrededor perdía color. Ahora que ha pasado el tiempo puedo mirar las cosas con perspectiva, sí, pero ese sentimiento de absoluto amor por este juego no ha desaparecido en lo absoluto. Tears of the Kingdom es un juego increíblemente especial, o al menos lo ha sido, para mí.

 

El juego que me salvó de ese profundo hueco que había dejado en mí Zelda, quién lo rellenó, en la medida de lo posible, fue Sea of Stars. Es curioso cuántos RPGS he jugado este año, la verdad, pero si algo se puede decir de Sea of Stars que no se pueda decir del resto es que tiene amor. Amor a paladas, ese toque que solo un juego independiente puede tener por su propia naturaleza. Sea of Stars es un juego que no solo resulta brillante en su combate – con ese sistema de comandos de acción tan divertido – o que tenga una historia y unos personajes – sobre todo esto segundo – que no dejan dormir, sino que, además, todo lo hace con ese amor, esa pasión tan propia de los pequeños, de quienes no crean videojuegos como producto sino como arte, como cultura, como artesanía. Sea of Stars es una carta de amor a todos esos RPGS clásicos que tanto nos gustan y tantas aventuras nos han hecho vivir. A esos viajes que emprendíamos por mundos ignotos, por lugares imposibles y con personajes inolvidables. Sea of Stars es buenísimo, joder, que saquen ya la edición física.

 

El año, sin embargo, no termina en septiembre, así que todavía quedaba hueco para algo más, quizá para juegos que no tengan que aspirar a hacerte llorar o a cambiarte la vida, sino simplemente a divertirte. Eso ha caracterizado este cierre de año, esa idea de «jugar por jugar» tan pura y simple, de que no tenemos porque estar siempre buscando aquello que nos haga reflexionar o nos suma en una depresión al terminarlo, sino simplemente lo que nos ayude a matar el tiempo y a ser un poquito más felices. El primer juego que cumple con esto es Super Mario Bros. Wonder. La reinvención del plataformas en 2D de Mario ha sido una de las sorpresas más mayúsculas del año. Quizá estéis un poco hartos de escuchar esa palabra, sorpresa, siempre asociada a Mario Wonder, así que usaré otra: impresión. Eso es este título, una constante impresión de sensaciones e ideas, desde su pulidísimo y divertidísimo control hasta todos sus niveles, con las mecánicas locas y las ideas rocambolescas. Wonder no pretende más, pretende impresionarte y dejarte ojiplático, pero sobre todo quiere que te lo pases bien.

 

Esa misma filosofía sigue la otra gran sorpresa del año, y prometo que ya dejo de usar esa palabra. Os hablo, por supuesto, de Hi-Fi Rush, aquel juego que apareció de golpe en enero y que yo no había decidido jugar como Dios manda hasta finales de noviembre.  Con Hi-Fi me ha pasado una cosa que me encanta, y que no tengo la suerte de experimentar tanto como quiero: enamorarme sin haber tenido citas. Me explico. Aunque Persona 5, por ejemplo, es un juego que sin duda me ha encandilado por méritos propios, es innegable que algo de ese amor es un «gusto adquirido», una inevitable atracción por un juego del que siempre se ha hablado tan bien. Con otros juegos, como Mario Wonder, lo mismo, si ya me encantaba Mario, mi predisposición lo hace todo un poco más fácil. Con Hi-Fi, sin embargo, esto era imposible, precisamente, por sus circunstancias. Hi-Fi ha conseguido atraparme con absoluta honestidad, pero sobre todo con un control increíble. Mira que es difícil hacer que un Hack and slash me pueda gustar tanto como Bayonetta, pero Hi-Fi lo consigue. Cada minuto pasado en ese mundo musical era delicioso, cada combate que terminaba con rango S era una victoria más satisfactoria que nada en el mundo y cada secuencia de parries rítmicos me daban un poquito más de esperanza de vida. Hi-Fi es un juego increíblemente pulido y con una personalidad impresionante, pero por encima de todo es divertidísimo.

 

Dos mil veintitrés – no os esperabais verlo escrito, ¿eh? – ha sido un año impresionante. Lo ha sido y eso que me dejo en el tintero a la gran mayoría de juegos. Por usar los fríos números, os diré que este año he completado la campaña de 35 juegos, he invertido cerca de mil horas en jugar y mi propia media de notas – las que pongo en mi Excel – ha sido de 8,9, así que mal año no ha sido. Al final, para mí, este ha sido el año de las sensaciones, uno en los que muchos juegos consiguen eso de «volverse más que un juego», una experiencia quizá, una vivencia en algunos casos. Me reconforta ver como los videojuegos no me cansan, al contrario, este año me han demostrado más que nunca, me han hablado de amor, de pérdida, de viajes, de amigos, de enemigos, de mundos enteros, de pasados, de lo que podría ser, de lo que está por venir y de la alegría del ahora. Me han enseñado lo mucho que disfruto de esas experiencias tan inmersivas y catárticas, y también me han demostrado que no pasa nada por solo jugar. Al final todos los años puedes llegar a jugar juegos buenos, ni que sea completando aventuras que tengas pendientes, pero muy poquitos años pueden presumir de cambiarte la vida. Y sí, quizá suene melodramático o exagerado, pero no por ello deja de ser cierto para mí. Y quien sabe, si realmente un videojuego nunca os ha cambiado la vida, quizá sea 2024 el año afortunado, andaos con ojo.

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Autor

Por Miguel

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