Dragon Quest III es, como decía, chocante. Un juego al que se le notan los años. Pero no se le notan en lo malo, en sus ausencias. Se le notan en sus diferencias.
El tiempo lo cambia todo. Los videojuegos, de la misma forma, se ven afectados por el paso de los años. Nada tiene que ver la forma en la que entendemos los juegos de disparos hoy de cómo se entendían hace una década. Si te remontas a principios de siglo, nadie apostaría un duro por pensar que los videojuegos más populares estarían en móviles y consistirían en sacar personajes de cinco estrellas. Por eso volver al pasado es a veces una experiencia complicada. Traumática, incluso. Dragon Quest III puede resultar chocante para el fan del juego de rol contemporáneo, sí, pero es uno de esos choques que nos despejan, que nos quitan la tontería de encima.
Dragon Quest III es, antes que nada, un juego de rol de los de siempre. Turnos puros y estrictos, combates aleatorios, menús infinitos y Excel embebido. Sin embargo, que esa sensación no os haga tener confianza. Dragon Quest III es un juego que hoy podemos llamar de «los de siempre», pero que en su día era un descubrimiento, casi una redefinición. Una redefinición que empieza, hablemos ya del dichoso juego, por la narrativa.
Lo normal, pensaría alguien en los tiempos que corren, es que un juego de rol planteé la típica epopeya épica plagada de momentos emotivos, grandes descubrimientos y experiencias bombásticas. Dragon Quest III es indiscutiblemente épico, pero lo es a su propia manera. La historia, como siempre, nos pide que salvemos el mundo. Un malo malísimo que es malo porque sí la está liando que no veas. Nos toca ir hasta a tomar por saco y darle para el pelo. Pero claro, esto no es una fantasía. La principal diferencia de este juego con tantos otros es que, por una vez, te lo crees. El mundo de Dragon Quest III es increíblemente real. No solo porque, literalmente, el mapamundi es idéntico al de nuestro planeta, sino también por la forma en la que todo funciona. Sí, los NPCs te van a seguir dando diálogos repetidos y contándote lo interesante que sería que alguien fuese a algún sitio a hacer algo. Pero te lo crees, porque el mundo realmente existe. No tenemos un acompañante omnisciente que nos dirá a dónde ir, sino que tendremos que hablar, escuchar e indagar para descubrir dónde queda esa ciudad, qué ha pasado en aquel pueblo o por dónde toca avanzar. Si de pronto llegas a un sitio y resulta que todo el mundo está dormido, pues toca despertarlos. ¿Cómo? El juego no te lo va a decir. Te toca a ti investigar, buscar a alguien que te cuente algo, resolver el problema. ¿Ya has despertado a los habitantes? Pues muy bien. ¿Recompensa? La recompensa es que están despiertos y puedes gastar dinero en la tienda. El mundo es coherente de formas que resultan impresionantes casi cuarenta años después. Por eso, si te lanzas una barrera que rebota hechizos no podrás curarte con ellos, pues le devuelves la curación al sanador. Por eso, cuando el juego te dice «tira, recorre el mundo y busca esto», lo que haces es perderte y buscar de verdad, formando parte de ese mundo. Me ha impresionado verdaderamente la forma que tiene el juego de guiarte a través de su increíble mundo y su historia, con una sensación de realismo aplastante, pese a estar luchando contra mocos azules. Es una sensación más difícil de explicar que de sentir, pero hay algo en esa coherencia, que te hace sentir que tú estás ahí.
Y también estás ahí cuando toca, digamos, jugar. No creo que os tenga que contar demasiado de un sistema de combate tan manido como depurado. No sabría si decir si ante un sistema perfecto, pero casi. Empezamos el combate, escogemos qué acción va a ejecutar cada uno de los miembros de nuestro equipo y atacamos. Podemos darles de palos directamente, usar habilidades, magias, objetos, defendernos… De nuevo, más de lo mismo, una forma de entender el rol tan absolutamente estándar que cualquiera sabe defenderse con ella. Por eso me gusta tanto ver que sigue siendo, pese a todo, divertidísima. Aunque el combate no proponga ideas locas, acción en lo absoluto o algún tipo de mecánica extra, es igualmente divertido usar tus limitadas herramientas de la mejor manera. Encontrar la forma en la que un enemigo abrumador no pueda hacer nada. Sí, es cierto que en muchas ocasiones será el mero nivel, los números, los que decidan si ganamos o perdemos, más que el propio jugador. Pero también hemos venido a eso, a repetir si hace falta unos cuantos combates triviales —sin pasarse— para volver a plantarle cara al zopenco que ha pensado que nos podía derrotar. Nada nada nuevo, y aún así, sigue estando tan vigente como el primer día.
Dragon Quest III es, como decía, chocante. Un juego al que se le notan los años. Pero no se le notan en lo malo, en sus ausencias. Se le notan en sus diferencias. En platear el mundo de manera única, en una historia simple pero eficaz, en unos compañeros de grupo con los que ni siquiera hablas jamás, pero que igualmente son tu peñita. Cierro los ojos y recuerdo el viaje con total profundidad. Recuerdo las mazmorras y los combates. De algún modo, yo he estado ahí. Resulta esperanzador lo mucho que hemos avanzado en todo este tiempo, pero resulta aún más sorprendente ver cuánto de lo más brillante, ya estaba ahí en primer lugar.
[90]