Veréis, The Legend of Zelda: The Minish Cap es un Zelda de los de toda la vida. Uno de esos de cuadrícula dura, mazmorras con brújula y acompañantes parlanchines. Precisamente por eso se siente como volver al hogar.
La princesa Zelda acaba de llegar a tu casa. Sofocada, le pregunta a tu abuelo a ver dónde demonios estás, a lo que él responde que todavía sigues sobando en el piso de arriba. Acto seguido tomamos el control de Link, nos despertamos y bajamos a recibir a la princesa con nuestra rubia cabellera totalmente alborotada. —«¡Ven conmigo a la ciudadela, que se está celebrando el festival de los Minish!»— nos dice la princesa. Así pues, accedemos a acompañarla e ir hasta la ciudad, momento en el que nuestro abuelo aprovecha para mandarnos un recado y para decirnos que cuidemos de la princesa recordándonos «que tú eres un pelín borrico…». Así arranca The Legend of Zelda: The Minish Cap. De la manera más clásica y típica posible, sin complicarse. Y es que, al igual que su protagonista, estamos ante un título que, bueno, sí, es un pelín borrico.
Aunque lo es de esa manera entrañable, casi nostálgica, en la que la simpleza y honestidad dan lugar a un producto sencillo, conocido, familiar, pero no por ello menos bueno. Veréis, The Legend of Zelda: The Minish Cap es un Zelda de los de toda la vida. Uno de esos de cuadrícula dura, mazmorras con brújula y acompañantes parlanchines. Precisamente por eso se siente como volver al hogar. Es dónde mejor está el borrico, en su cuadra. Y es que, no os quepa duda, este juego no propone prácticamente nada nuevo a una fórmula que tampoco lo necesita, y que ha demostrado su eficacia y su resiliencia durante casi cuarenta años. Tendremos que recorrer un pequeñísimo reino de Hyrule en extensión, pero densísimamente poblado de secretos, entradas ocultas y puertas cerradas, mientras buscamos la forma de llegar a nuestro siguiente objetivo. En dicho lugar nos encontraremos con una mazmorra que, una vez completada, nos dará las herramientas para llegar a la siguiente. El bucle se repite, pasando por todos los rincones del reino y explorando todos sus calabozos, hasta que llegamos al final y le damos la del pulpo al malo de turno. Como digo, un juego absolutamente protocolario, que respeta y mantiene todas y cada una de las directrices estándar de un juego de la franquicia, y que no arriesga en prácticamente nada. Por todo esto, podría parecer que el borrico este no da más de sí, y según a quién preguntes, cierto es. Sin embargo, si hay un motivo por el que siempre vale la pena hablar de cualquier juego de esta franquicia, sea lo estándar que sea, es por su ingenio y su carisma.
Ingenio, primero, en su exploración, sus puzles y sus mazmorras. Una vez más, se nos presenta un mundo abierto e interconectado. Pequeño, decía, pero también repleto de zonas por las que, de entrada, no podremos pasar. De esta forma, se nos invita a conocer las praderas, las montañas, los bosques y los ríos de este Hyrule, y de esa forma, al igual que en un metroidvania, encontrar la ruta por la que continuar nuestro camino. Da igual cuántos juegos parecidos hayas podido jugar, The Minish Cap, dentro de no hacer nada nuevo, sí lo hace de forma diferente. Me ha sorprendido para bien la elegancia con la que el juego te cierra puertas, te abre otras y te propone seguir pasos distintos en cada ocasión para desbloquear el siguiente cacho de mapa. Desde misiones secundarias, pasando por buscar cuevas, devolver libros o comprar setas, cada vez que te toque recorrer Hyrule lo harás por motivos distintos, y siempre querrás seguir explorando. Este ingenio se acentúa todavía más con las sempiternas mazmorras, el punto álgido del reto intelectual y que, de nuevo, no decepciona. Las mazmorras en este The Minish Cap tienen ideas bastante únicas, como una en la que deberemos usar un barril giratorio, otra donde tendremos que dejarnos caer entre distintos pisos o habrá que ir abriendo compuertas para dejar pasar la luz del sol. Cada calabozo se siente distinto, ya no solo a los demás del juego, sino a cualquier otro que hayas jugado antes. Todos aportan su pequeña idea nueva a la saga, su toque de 2.5D o su intento de puzle de carácter más enunciativo y menos resolutivo. Y funciona, siempre funciona. A todo esto se le une, por supuesto, el girito de esta entrega particular: poder volvernos diminutos. Esta función no solo nos permitirá introducirnos en el precioso mundo de los Minish, donde una bota tiene el tamaño de una casa o una castaña nos bloqueará el paso, sino que dará lugar a algunos de los puzles y desafíos más interesantes de la aventura, obligándonos a entender el mapa y el recorrido desde la perspectiva del Link grande y del chiquitico. En ocasiones, hasta los jefes —generalmente bien resueltos— nos pedirán esa disminución de tamaño para trastear con sus tripas y derrotarlos desde el interior. Ya veis que al juego no le cuesta atreverse. Es, como decía antes, carismático.
Todos los Zelda lo son, hasta cierto punto. Eso es lo que vuelve unos juegos de puzles excelentemente diseñados en aventuras inolvidables. Su mundo, sus personajes, nuestro plasta acompañante o la música son solo algunos de los ejemplos que hacen que no puedas olvidarte de tu paso por Hyrule y el mundo de los Minish. Y sí, este juego sin duda es un pelín borrico, un pelín simple, un pelín «más de lo mismo». Pero vaya si no me gusta regresar al puzle de arrastrar baldosas de tanto en tanto, a hacer las cosas bien y a dejarme dormir, tan ricamente, en la cuadra de siempre.
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