La libertad no consiste en darte un mapa más grande por el que caminar,
consiste en permitirte volar por dicho mapa.
«La libertad no hace más o menos felices a los hombres, los hace, sencillamente, hombres.» Esta cita de Manuel Azaña es una que siempre ha resonado conmigo. Esa idea de que ser libre es algo intrínseco a nuestra propia naturaleza, que no tiene sentido pretender atarnos a nada o dejar que otros nos controlen, pues la libertad, lejos de que nos pueda gustar más o menos, es algo que necesitamos, que forma parte de nosotros. Con los videojuegos pasa un poco lo mismo. O puede pasar, al menos, en algunos casos. Un juego con un mal gameplay, un mapa poco interesante o una historia pobre, no dejan de ser casos donde al jugador no se le ha dado la libertad suficiente para jugar como quiere, explorar como quiere o ser partícipe de la historia como quiere. Desde que la franquicia Zelda se reinventó con Breath of the Wild, la palabra libertad es la que más ha definido a la saga. Una libertad que es, de nuevo, no solo fundamental para divertirnos mientras jugamos, sino para jugar como tal. Hoy os quiero hablar de The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom.
Cuando terminé The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom en agosto, me propuse hablar de este juego, intentar plasmar algo de todas esas increíbles vivencias que Hyrule me había dado. Buscaba, en definitiva, hacer justicia a una obra así de alguna forma. Hoy se me presenta esa oportunidad hablándoos de libertad. Podría parecer pretencioso tratar de analizar la libertad que ofrece Tears of the Kingdom sin darle su correspondiente crédito a Breath of the Wild. Y sí, es evidente que venimos de donde venimos, pero diría que el mensaje que uno y otro juego buscan transmitir no es el mismo. Tears of the Kingdom busca darle al jugador herramientas y oportunidades de una forma con la que Breath of the Wild solo podría soñar.

Pero empecemos por el principio: el tutorial. En esta segunda entrega lo que se nos presenta es una gigantesca isla flotante donde iremos aprendiendo a usar nuestras nuevas habilidades, comprenderemos cómo funciona el mundo y haremos nuestros primeros pinitos en la carrera de ingeniería que el juego va a obligarnos a tramitar. Sobra decir lo brillante de esta introducción, unas cuatro horas de contenido con una finura y un apurado que hacen sentir que, si el juego terminase ahí, estarías satisfecho. Ya desde aquí comenzamos a ver esa simiente, esa idea de que la libertad es lo más fundamental. Todo el diseño de la isla está planteado de forma que cada puzle o cada desafío se pueda afrontar de mil formas distintas, sin dejar de transmitir una sensación de amplitud y aventura. ¿Recordáis el momento en el tutorial de Breath of the Wild donde teníamos que atravesar una pequeña zona congelada? En aquella ocasión, la solución pasaba por tres posibles ramas: mejor ropa, comida que calentase o llevar encima algo ardiendo, como una antorcha. En Tears of the Kingdom están por supuesto estas tres, pero además se añaden mil y una forma más de adentrarse en esa zona helada: desde usando artefactos Zonai hasta sacando partido a la habilidad de fusión, o, qué demonios, construyendo un vehículo con calefacción si quieres. La «Gran isla de los albores», que es como se llama esta primera zona, no solo plantea uno de los tutoriales e introducciones más brillantes de la historia, sino que, además, es capaz de reducir, en apenas cuatro horas, la totalidad de la esencia de un juego de casi doscientas, y todo sin sacrificar lo más significativo: la libertad.

Resulta paradójico, de hecho, el momento en el que, muchas horas después, revisitas la meseta de los albores donde comenzó nuestra aventura en Breath of the Wild. Mientras que en el juego de 2017 esta zona se sentía como algo amplísimo, una región llena de posibilidades y con un poco de todo, volver ahora transmite esa sensación de quien se sienta en su silla vieja. Sí, antes era excelente y no había nada mejor, pero sabes que ya no puedes volver a sentarte en ella sin sentir que te falta «algo». Y es que, como decía, los mensajes de ambos juegos no son el mismo. Breath of the Wild quería que descubrieras un mundo nuevo, que explotases las posibilidades que tenía ese patio de juegos gigantesco que te habían puesto delante. Sí, la libertad jugaba un papel fundamental, pero no era lo primero, lo primero era descubrir. Ahora, seis años después, volver al mismo mapa no puede ser suficiente pues, ¿qué queda por descubrir? Hace falta una excusa para que volver a caminar por los mismos senderos se sienta satisfactorio y eso pasa, de nuevo, por la libertad. Si no quieres volver a escalar una montaña que ya te costó horrores en su día, ahora puedes limitarte a atravesarla y llegar a la cima en un momento. Si hacerte a pata o a caballo una distancia gigantesca no te parece una experiencia que quieras repetir, siempre puedes construirte un vehículo volador e ignorar toda esa tierra que ya tienes más que vista. Siempre tienes opciones para hacer lo que quieras, de la forma que quieras. Y no hablo de simplezas como hacer la historia en cualquier orden, hablo de la posibilidad de no necesitar historia. De convertir lo que ya era un patio de juegos en todo un parque de atracciones, de hacer que te puedas pasar hora y media simplemente diseñando un cohete, a ver a dónde puedes llegar. Lo que muchos juegos no parecen comprender, y sin embargo Tears of the Kingdom lleva por bandera, es que la libertad no consiste en darte un mapa más grande por el que caminar – como le ocurrió a Elden Ring – sino que consiste en permitirme volar por dicho mapa.
Y la cosa no termina ahí, pues hasta ahora solo hemos comentado las mecánicas, aquello puramente jugable. En ese sentido, Tears of the Kindgom cumple soberbiamente su objetivo, llevando la libertad a tus manos y a tus partidas. Sin embargo, toca hablar del segundo gran logro de este juego tanto como obra independiente como con respecto a Breath of the Wild: un mundo vivo. El problema más genérico de los juegos de mundo abierto es confundir un «mundo» – como sugiere el nombre del género – con «mapa», dando como resultado títulos donde, en lugar de introducir al jugador a una experiencia verdaderamente inmersiva y coherente, lo único que haces es estirar el contenido propio de un juego – de un mapa – sin preocuparte por una posible coherencia o empaque que lo vuelva algo real – un mundo –. Tears of the Kingdom construye lo segundo con una naturalidad pasmosa. La «Gran isla de los albores», que es una zona explícitamente de tutorial y por tanto podría sentirse fácilmente desconectada del resto del mundo, acaba tomando un rol fundamental en la historia, y por si eso fuese poco, la propia isla mantiene todo un ecosistema basado en los golems – los androides que dejaron los Zonai – donde, por ejemplo, cuando repica la campana del templo del tiempo, estos se van a descansar. Una serie de detalles en apariencia nimios, que, en última instancia, dan ese empaque del que hablábamos antes. Las tres capas del juego son otro reto que Tears of the Kingdom asume en este sentido. Interconectar algo así, tres zonas colosales – que darían para juego completo por sí solas – de forma que se sienta, de nuevo, coherente y vivo no es algo que pueda hacer cualquiera. Aquí Nintendo triunfa contándote una historia, narrándote, con esa mina abandonada, esa fragua en desuso o esos ascensores apagados, que aquí vivía una civilización, que todo esto no está aquí por el jugador sino para el jugador. Que lo que tienes ante ti es un mundo que funciona – o funcionaba – y que no por ello deja de ser capaz de hacerte explotar todas sus posibilidades.

Toda esta idea se refuerza con una presencia, inusitadamente mayor, de NPCs y misiones secundarias en esta segunda entrega de Switch. Al igual que en el título de 2017, Nintendo ha aprendido de los mejores en cuanto a cómo hacer una buena misión secundaria. Uno de los momentos que más recuerdo del juego son las misiones donde tienes que reunir a la banda de las postas. Los cuatro miembros que la componen cuentan con su propia misión, cada una más interesante que la anterior: desde sacar a uno de un socavón ingeniándonoslas con los artefactos, hasta atrapar luciérnagas para poder producir uno de los efectos más bellos y entrañables de toda la franquicia. Todo ello unido a los propios músicos, personajes descacharrantes e hilarantes por mil motivos, que en apenas cuatro cajas de texto llegan a transmitir más que otros juegos en horas. Destacar por último como la música y el arte hacen de este mundo, que ya se siente vivo y real de por sí, algo, además, increíblemente hermoso. No hay un efecto de sonido o un tema fuera de lugar ni un edificio o diseño de personaje que no sea arrebatador. La herencia de Breath of the Wild en este sentido es innegable, pero si nos parecía que aquello era incomparable, esto lo es aún más, creedme. En definitiva, el esfuerzo que hace Tears of the Kingdom por construir una atmósfera inmersiva es titánico, y lo logra.

Con lo dicho hasta ahora no os quepa duda de que nos queda un juego de diez. Una obra de un calibre tal, que probablemente no veamos algo así nunca – aunque eso dije con Breath of the Wild, así que espero equivocarme de nuevo –. Pero es que esto no termina aquí. Me gustaría hablaros, en último lugar, de la historia. El método que sigue Nintendo para crear la trama en sus juegos es francamente interesante. Lejos de tratar de definir un relato primero e intentar ajustar las mecánicas y el mundo después, aquí el proceso es justo el inverso, desarrollando primero las mecánicas – el juego en su sentido más puro – y después ideando una historia que pueda encajar con ello. Navi, aquella insistente hada que hacía de guía a Link en su primer periplo en tres dimensiones no surgió por una necesidad narrativa de acompañante o de «voz» del personaje como se podría creer, sino que, tras idear el famoso sistema Z-trigger (aquel por el cual marcamos a un enemigo y la cámara gira en rededor suya) vieron que hacía falta algún elemento visual que marcase a quién apuntabas, y decidieron que ese marcador tuviera forma de hada. Esa es la forma de escribir historias en Nintendo, y por eso no es raro oír que las tramas de sus juegos no son especialmente buenas. El medio de los videojuegos nunca ha necesitado grandes epopeyas para transmitir grandes emociones, pero aún así yo siempre echaba un poco en falta algo más, ese intentar llegar un poco más allá extra con la trama. En Breath of the Wild se dieron los primeros pasos, y aquí, por suerte, hemos aprendido a andar. Tears of the Kingdom no rompe los moldes de la narrativa de la franquicia, pero sí que se atreve a deformarlos. La historia de este juego es, en el fondo, la historia de Zelda, de como se ve transportada al pasado y como acaba comprendiendo, con profundo dolor, pero también con determinación, cuál es su propósito allí. La escena donde Zelda da su vida para salvar al reino en el futuro puede ser la más potente de toda la serie hasta ahora, y a mí por lo menos me dejó con el corazón un poquito roto. La mirada de la princesa de Hyrule en ese momento no es la de una heroína, no es la de alguien que quiera hacer lo que está haciendo, es la de quien teme por lo que va a ocurrir, la de alguien que desearía que todo fuese distinto. Y pese a ello, Zelda persevera. Ese momento de horrorizada comprensión en el que tanto el jugador como el propio Link entienden qué son esas «lágrimas de dragón» que le permitían ver el pasado es una experiencia que no esperaba vivir en un juego de Nintendo. Tears of the Kingdom es el único juego de la saga donde comprender qué significa el título del juego ha sido una mala noticia.
Tears of the Kingdom ha terminado por convertirse en una experiencia que sobrepasa por mucho el medio de los videojuegos. Una experiencia donde la libertad, la ambientación y la narrativa se unen para dar lugar a algo inaudito. Un juego, en definitiva, como ningún otro. Solo me queda agradecer al equipo que está detrás de algo de este calibre. Agradecerles haberme hecho más feliz, haberme dado algo que nunca me podrán quitar y que tiene un valor incalculable: una aventura. Manuel Azaña decía que la libertad no hace más o menos felices a los hombres, y quizá tuviera razón, pero si hay algo que haga verdaderamente feliz a este hombre, es The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom.